Viernes, 26 de Septiembre 2025, 10:40h
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Hay días en los que abro Instagram y me encuentro con que la historia del mundo cabe en quince segundos. Un vídeo casero sobre la caída del Muro de Berlín seguido inmediatamente de otro sobre el último escándalo de un reality show japonés y, después, sin transición alguna, alguien explicando con una seriedad pasmosa la técnica exacta que usa Sydney Sweeney para que su vestido no se desplace ni un milímetro en la alfombra roja. Todo tiene la misma importancia. Todo ocupa el mismo espacio en nuestra retina.
Es como si hubiéramos perdido la capacidad de jerarquizar no solo la información, sino las emociones que la acompañan
Me pregunto si esto es lo que sintieron nuestros abuelos cuando llegó la televisión, esa sensación de que el mundo se había vuelto demasiado pequeño y demasiado grande a la vez. Pero entonces tenían horarios, programas, una cierta liturgia de lo audiovisual. Nosotros vivimos en el caos perpetuo del scroll infinito, donde la Segunda Guerra Mundial convive con los consejos de maquillaje para que parezca que tu nariz es más pequeña sin que nadie pestañee.
TikTok me dice que debo saber todo sobre la crisis de los misiles en Cuba en los sesenta en menos de un minuto, justo antes de mostrarme a una chica de veinte años que ha descubierto cómo doblar las camisetas de una manera «que cambiará mi vida para siempre». Y lo terrible es que ambas cosas parecen urgentes, ambas parecen necesarias, ambas reclaman mi atención con la misma intensidad.
Navegamos este flujo como pueden navegar los peces una corriente: sin demasiada conciencia de hacia dónde vamos, dejándonos llevar por impulsos que no controlamos. Un día nos levantamos expertos en la Revolución francesa y en las últimas tendencias de skincare coreano. Sabemos los detalles más íntimos de la higiene de María Antonieta y también el nombre exacto del adhesivo que mantiene en su sitio el escote de una actriz en la entrega de los Emmy.
Hay algo profundamente democrático en esta confusión, algo que nivela todas las jerarquías del conocimiento tradicional. ¿Quién decide que saber sobre la caída de Constantinopla es más importante que conocer los trucos de vestuario de Hollywood? En el algoritmo, todo vale lo mismo, todo merece los mismos dobles taps, los mismos comentarios, la misma fugacidad.
Pero también hay algo vertiginoso en vivir así, saltando de la tragedia a la frivolidad sin escalas, sin respiro, sin tiempo para procesar qué significa cada cosa. Es como si hubiéramos perdido la capacidad de jerarquizar no solo la información, sino las emociones que la acompañan. Nos conmovemos igual por un documental sobre refugiados que por el drama de una influencer que no encuentra el tono perfecto de base de maquillaje.
A veces pienso que esta es nuestra nueva forma de estar en el mundo: fragmentados, simultáneos, contradictorios. Somos seres del presente perpetuo, condenados a la actualidad permanente, incapaces de distinguir entre lo que pasó hace cien años y lo que pasó hace cinco minutos. Todo está aquí, todo está ahora, todo pide nuestra atención con la misma voz.
Y quizás la única manera de sobrevivir a este flujo sea aceptar que la coherencia ya no es posible, que vivimos en la era de la información contradictoria y que nuestro cerebro, ese órgano antiquísimo, hace lo que puede por mantener la cordura en medio del vendaval. Aprendemos a ser expertos en todo y en nada, a saber un poco de historia y un poco de cotilleos, a navegar entre la trascendencia y la banalidad como si fueran el mismo territorio. Tenemos nuestra sinapsis cerebral hecha unos zorros.
Al final del día, cerramos el teléfono sabiendo cosas que no sabíamos por la mañana: que Sydney Sweeney usa un tipo específico de cinta adhesiva para contener sus tetas y que en 1989 cayó el Muro de Berlín. Ambos datos conviven en nuestra memoria con la misma naturalidad con la que conviven en nuestras pantallas. Y tal vez eso, esa capacidad de contener multitudes contradictorias, sea lo más humano que nos queda en esta época de algoritmos.
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