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Las extraordinarias hijas de Marie Curie que hicieron historia dentro y fuera del laboratorio

Éve e Iréne

Las extraordinarias hijas de Marie Curie que hicieron historia dentro y fuera del laboratorio

Marie Curie con sus hijas Iréne y Éve, siete años menor.

Vivieron bajo la luz —y la sombra— del apellido más radiante de la ciencia. Una heredó la pasión por los laboratorios y ganó el Nobel; la otra prefirió el periodismo y retrató en un libro memorable el universo luminoso y trágico de su familia. Dos mujeres distintas, un mismo legado: conocimiento y curiosidad.

Miércoles, 05 de Noviembre 2025

Tiempo de lectura: 6 min

A casi cincuenta grados bajo cero, los tanques yacían varados entre ruinas a las afueras de Moscú. en medio del silencio después de la batalla, una mujer menuda tomaba notas con los dedos entumecidos.

«A mi alrededor reinaba la muerte, el horror y la destrucción; sin embargo, este era el escenario de una gran victoria». Era enero de 1942 y las tropas rusas habían hecho retroceder a los nazis por primera vez. Ningún civil –y menos una periodista occidental– había llegado tan lejos en el frente oriental de la Segunda Guerra Mundial. La autora era Ève Curie, la hija menor de una mujer que había cambiado la ciencia y la historia, y que también estaba decidida a dejar su huella. El Herald Tribune encabezaba sus crónicas: «Ève Curie says» ('Ève Curie nos cuenta…').

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La 'oveja negra'. Los gustos de Ève, la menor de los Curie, se centraban en la música y la escritura. Fue una reconocida reportera de guerra y vivió alejada de los laboratorios. «No odio la ciencia, simplemente me aterroriza», decía. Por su elegancia, Éve llegó a posar como modelo en los París de los años 30.

Aquel apellido, que irradiaba respeto allá donde se pronunciaba, le abrió puertas y la llevó a recorrer miles de kilómetros. Pasó por África, Oriente Medio, Asia y Europa oriental. No era la primera Curie en conocer la guerra de cerca. Tres décadas antes su madre y su hermana mayor, Irène –con solo 17 años y bajo la mirada exigente de Marie–, habían dejado los laboratorios para convertir la ciencia en una herramienta de salvamento. Entre el barro y los hospitales de campaña, madre e hija recorrieron Francia con casi un centenar de unidades móviles de rayos X –las célebres Petites Curie– que permitían localizar proyectiles en los cuerpos de los soldados con precisión milimétrica.

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Legado familiar. Irène continuó con la herencia de sus padres en los laboratorios. Una vida profesional que le llevó, como sus padres, a lograr el Nobel por su trabajo en 1935, junto a su marido, Frédéric Joliot, que antes fue el asistente en el laboratorio de Marie Curie.

Fue una de las pocas coincidencias en la vida de las hermanas Curie. Sus caminos comenzaron a separarse el 19 de abril de 1906, el día en que la tragedia golpeó a la familia. Pierre Curie, el patriarca, salió del laboratorio y se dirigió a pie por la rue Dauphine hacia la librería Gauthier-Villars, en el quai de Conti. La lluvia había dejado el asfalto resbaladizo. Pierre cayó bajo las ruedas de un carruaje y fue mortalmente aplastado. Tenía 47 años.

Un accidente trágico que borró la alegría de Marie Curie. «Todo ha llegado a su fin; Pierre está durmiendo su último sueño bajo la tierra; es el fin de todo, todo, todo», escribió en su diario. Las niñas –Irène, de 9 años, y la pequeña Ève, de 2– pasaban más tiempo con su abuelo paterno que con su madre. La más joven apenas conoció a su padre… y tampoco a Marie, su madre. «No fue hasta mi adolescencia, y hacia el final de su vida, que se desarrolló entre nosotras una intimidad que me permitió comprender su grandeza y su sencillez», escribiría Ève más tarde.

«Sabe, soy la única de mi familia que no ha ganado un Nobel», solía decir Ève con humor. hasta su marido ganó uno, el de la paz, en nombre de Unicef, que presidió durante quince años.

La vida de las hermanas transcurrió entre el abuelo, una tía y varias institutrices –la mayoría, polacas– que también eran sus profesoras. Marie no descuidó la educación de sus hijas: antes que sus compañeros ya dominaban el francés, el polaco y el inglés. Pero también crecía una distancia. Mientras Irène pasaba las tardes resolviendo ecuaciones con su madre, Ève llenaba cuadernos con melodías e historias. Con los años, aquella niña curiosa cambió los cuadernos por un piano –deslumbró en cenas de París y Bruselas– y, más tarde, por una máquina de escribir. En los viajes era la más despierta, la que preguntaba y reía. En Estados Unidos la apodaron 'la chica de los ojos de radio'. Mientras la primogénita construía su legado siguiendo los pasos de sus padres, la pequeña atraía flashes y la atención de los medios. Tenía un estilo inconfundible.

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Una vida juntas. Tras la muerte de Pierre Curie, en 1906, arrollado por un carruaje en París, su hija mayor, Irène, ocupó su puesto en el laboratorio con su madre. Pero Ève, la pequeña, también estuvo cerca cuando fue necesario. De hecho, la acompañó hasta el último día mientras agonizaba de una anemia aplásica, probablemente causada por la radiación

De su madre heredó la disciplina; del resto del mundo, el asombro. Libre, inquieta y aventurera, Ève dejó atrás la música y las cámaras para volver con Marie cuando la enfermedad –una anemia aplásica fruto de la exposición a la radiación– empezó a apagarla. Fue en el verano de 1934, en la habitación 424 del sanatorio de Sancellemoz, a los pies del Mont Blanc, cuando Marie Curie murió.

Un año después, el apellido Curie volvió a resonar en Estocolmo. Irène y su marido, Frédéric Joliot, recibían el Nobel de Química por el descubrimiento de la radiactividad artificial. Pero ni Marie ni Pierre estaban ya para escuchar cómo la historia se repetía.

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Otra forma de ver la vida. Ève cubrió como reportera la Segunda Guerra Mundial y como representante de Unicef, que su esposo presidió entre 1965 y 1979, viajó por todo el mundo, aunque estableció su residencia en Nueva York.

A varios kilómetros, Ève ordenaba cartas, notas y recuerdos. Varias editoriales la animaban a escribir la biografía de Marie Curie, y ella aceptó el desafío.

La elegante y brillante 'chica de los ojos de radio' se convirtió en la escritora del momento. La biografía Madame Curie, que la Metro convertiría luego en película, la llevó a los despachos de políticos, a los salones de la alta sociedad y a conferencias multitudinarias en Estados Unidos. Pero el éxito tuvo un precio: cuando los nazis invadieron Francia, el libro fue incluido en la lista de obras que debían ser quemadas. Irónicamente, su hermana, Irène, fue considerada un activo científico para el Tercer Reich.

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Amistad sublime. La influencia del apellido Curie abrió la puerta de grandes personalidades a la familia. La primogénita, Irène (en la foto), entabló una amistad con Albert Einstein desde pequeña, cuando compartía excursiones veraniegas con el científico.

El espíritu aventurero de Ève –y su red de contactos internacionales– le salvó la vida. Logró escapar de la Francia ocupada y, lejos de conformarse con el exilio, regresó a la guerra como reportera. La misma curiosidad que había heredado de Marie la llevó a los lugares donde pocos se atrevían a mirar. Recorrió hospitales, convoyes y pueblos devastados, siempre con una libreta en la mano. Su trabajo no le dio ningún Nobel, pero estuvo cerca de otro gran reconocimiento: fue nominada al Pulitzer, que finalmente obtuvo el corresponsal estadounidense Ernie Pyle.

«Soy la única de mi familia que no ha ganado un Nobel», solía decir Ève. Y es que hasta su marido, Henry Labouisse, recibió uno, el de la Paz, en nombre de Unicef, organismo que él presidió durante quince años. Ève e Irène representaron dos maneras opuestas de entender el legado Curie hasta el final.

La mayor, discreta y metódica, se aferró a la ciencia como refugio; la menor convirtió la curiosidad en una forma de vivir. Irène murió joven, a los 58 años, víctima de una leucemia. Ève, en cambio, resistió más de un siglo. Falleció a los 102 años, pero hasta el último día seguía leyendo cada mañana The New York Times, convencida de que el conocimiento –y la vida– solo valen la pena cuando se miran con asombro.

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