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Viernes, 19 de Septiembre 2025, 09:46h
Tiempo de lectura: 9 min
En la mesa de un restaurante italiano desenfadado, a un par de kilómetros del mítico letrero de Hollywood, Mark Hamill, de 73 años, se sienta con una chaqueta de cuero a pesar del sol de California y recuerda cuando, a los 12 años, descubrió a los Beatles en la televisión. Era el 9 de febrero de 1964. «Al día siguiente, en la escuela no se hablaba de otra cosa –rememora–. Olvídate de las películas del espacio; aquello fue –y sigue siéndolo– la mayor revolución en el mundo del espectáculo».
¿Olvidar las películas del espacio? Para la gente de cierta edad fueron tan trascendentales como los Beatles para el Hamill adolescente. Conocer al hombre que fue Luke Skywalker es un viaje de nostalgia. A diferencia de su coprotagonista, Harrison Ford, Hamill no se convirtió en superestrella de Hollywood. Aunque sus apariciones en cine y televisión superan el centenar, fueron papeles pequeños, cameos, obras de Broadway y trabajos de doblaje. De hecho, cuando se postuló para protagonizar Amadeus –interpretó a Mozart con éxito en el teatro–, el director Milos Forman le dijo sin rodeos: «Oh, no, Luke Skywalker no puede ser Mozart». Fue Carrie Fisher, amiga de toda la vida, quien se lo dejó claro: «Supéralo. Eres Luke Skywalker. Yo soy la princesa Leia. Acéptalo».
Hamill se resistió durante años, pero al final repitió el papel de Skywalker en la tercera trilogía de Star Wars. «Yo no era una gran estrella, la gran estrella era la propia franquicia –dice, antes de cambiar de tema–. Harrison es un actor maravilloso. Cuando hice la prueba con él, no teníamos todo el guion de La guerra de las galaxias, y creía que él era el protagonista y yo el acompañante molesto. La gente decía: 'Oh, ¿sabes que Harrison fue nominado a un Oscar por…?' lo que fuera. Yo les respondía: 'Se lo merece'. No puedo hacer lo que él hace, ni lo intentaría».
A pesar de todo, Hamill se siente satisfecho con su vida de 'trabajador de base'. «De niño veía a esos actores de reparto en series de televisión como El show de Dick Van Dyke y me los guardaba en la memoria. 'Me encanta ese tipo. Siempre está bien. Siempre aparece en cosas distintas. ¿Cómo se llama?'. ¡Soy yo!».
Quizá precisamente por esa modestia estuvo a punto de retirarse hace poco; había perdido el impulso de levantarse e ir a trabajar. «Estaba bien económicamente y contento con mi vida familiar –cuenta–. Mis tres hijos viven cerca, así que pueden venir de visita. Amo a los perros (tiene tres). Quiero a mi esposa (Marilou, con quien se casó en 1978). Me encanta sentarme en el patio con uno de los dos o tres libros que suelo tener empezados».
Pero últimamente han pasado varias cosas. Este año, Hamill protagoniza no una, sino dos grandes adaptaciones de Stephen King. En La vida de Chuck (estreno: el 17 de octubre) interpreta a un abuelo viudo y alcohólico que intenta convencer a su nieto Chuck de que las finanzas son mejores que la danza. Y La larga marcha (21 de noviembre) es un horror distópico y brutal en el que un centenar de chicos deben caminar bajo la amenaza de un balazo en la cabeza hasta que solo quede uno. Publicada en 1979, la novela es una alegoría de la guerra de Vietnam, y Hamill interpreta al Mayor, un líder fascista en una América posdemocrática y posapocalíptica.
Precisamente cuando aquel conflicto vivía su punto álgido, Hamill se matriculó en una escuela de teatro en Los Ángeles. Entre otras cosas porque si dejaba los estudios corría el riesgo de ser reclutado. «Yo habría sido un desastre allí –admite–. No entendía la guerra ni por qué estábamos en ella. La idea de coger un arma y dispararle a otra persona no era para mí. Habría tenido que huir a Canadá, porque no tenía dinero para llegar a Australia o Inglaterra».
La larga marcha sigue hoy vigente como una metáfora de los actuales Estados Unidos. De hecho, Hamill –demócrata acérrimo– no puede estar más preocupado con la situación de su país. «Hace unas semanas, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas estaban sacando a gente de sus coches. Llevaban máscaras y no tenían identificación que mostrara que eran fuerzas del orden. Machacaban a la gente poniéndoles la rodilla en el cuello. Cuando hice la película, no pensaba en el tiempo actual, pero ha resultado serlo».
Las figuras paternas –buenas y malas– son esenciales para entender a Hamill y, quizá, para explicar cómo un «trabajador más» interpretó con tanta vulnerabilidad aquella icónica escena del «Yo soy tu padre» en El Imperio contraataca.
Su padre, William, fue capitán de la Marina en plena Guerra Fría. La familia se mudaba de puerto en puerto, y el pequeño Hamill cambió nueve veces de escuela en doce años, que lo llevaron de Estados Unidos a Japón. El bien contra el mal era su pan de cada día en una época en que la brecha generacional entre padres e hijos se ampliaba. Si añadimos una buena dosis de estricto catolicismo, resulta difícil no concluir que el absolutismo moral de Star Wars no era ciencia ficción para Hamill.
Cuando su padre estaba de permiso, él y sus seis hermanos eran sometidos a inspecciones rutinarias «para asegurarse de que nuestras camas estaban bien hechas y todo eso». Cuando se ausentaba, su madre se relajaba y les permitía cenar frente a la televisión, que para Hamill se convirtió en una tabla de salvación con la que escapar a mundos de cómics y superhéroes. El señor Hamill, por supuesto, lo desaprobaba. «Una vez –recuerda– acerqué la oreja a la puerta del cuarto de mis padres y oí las palabras: 'Sue, ¿en qué nos equivocamos?'». Se ríe al contarlo, así que le pregunto por qué. «¡Porque tenía razón!».
Como en tantas historias, también hubo un profesor, el señor Burrill, que le enseñó teatro en su colegio japonés. Le dijo que, si se aplicaba, podría ser actor. Así que, en cuanto pudo, se mudó a Los Ángeles para buscarse la vida como intérprete. Gracias a su determinación, y a unas dosis de buena suerte, en menos de cuatro meses ya contaba con un agente. Vinieron después los primeros trabajos en teatro y televisión. «Yo solo veía las telenovelas para burlarme de ellas, pero fueron geniales para aprender el oficio».
Orgulloso de sus primeros pasos en la industria, invitó a su padre a visitarlo en los estudios de 20th Century Fox. Vieron juntos la proyección de un drama de abogados. Al acabar la emisión, Hamill le pidió su opinión. «Dijo que era una representación bastante notable de jóvenes estudiantes de Derecho y que, si alguna vez consideraba ir a esa facultad, él me igualaría lo que estaba ganando dólar por dólar –revela–. Podría haberlo dejado en ridículo diciéndole que me habían pagado tres veces lo que él ganaba por mi última comedia, pero me contuve: asentí y le prometí que me lo pensaría». Su padre ni siquiera llegó a asumir su éxito con Star Wars. «No lo entendía del todo. Pero se emocionó cuando Bob Hope me pidió que participara en su especial de Navidad».
Sobre Star Wars recuerda que nadie apostaba por el éxito de la extraña ópera espacial de George Lucas. «La primera señal de que era algo distinto fue cuando le pedí a un chófer que pasara por el Grauman's Chinese Theater porque quería ver cómo se veía en el cartel luminoso –cuenta–. Era el estreno, pero ya había colas alrededor de la manzana. Yo había supuesto que tendría un público de fanáticos acérrimos de la ciencia ficción, gente como yo, pero nunca esperé que tuviera tanta repercusión».
Sobre la repentina e intensa fama que vino después, Hamill vuelve a su ambivalencia. «Fue mucha, pero sabía que no había cambiado. Todos los demás estaban enloqueciendo, pero yo me decía: 'En realidad, nada ha cambiado'».
De niño había visto a los Beatles en la película ¡Qué noche la de aquel día! con envidia. «¿No sería maravilloso que me persiguiera por la calle un grupo de chicas gritando? Pero, cuando la volví a ver de adulto, ¡me pareció una película de terror! No podían ir a ningún lado. No tenían vida».
Hamill, en todo caso, también intentó disfrutar de su fama. «En el momento más álgido estuve en Las Vegas saliendo con coristas y disfrutando de la buena vida. Era antes de las enfermedades de transmisión sexual y era, ya sabes, 'recreativo', pero no era yo. Había chicas que venían a la puerta del teatro para pedirme que fuera a su hotel. 'El sexo solo llevará quince minutos', me decían, antes de enumerar a toda la gente con la que ya habían estado». Incómodo al recordarlo, se relaja cuando le pregunto por su esposa, Marilou York.
«Ella era higienista dental. Fui a que me hicieran una limpieza bucal y me quedé prendado. La invité a salir y pensé que ojalá tuviera sentido del humor: fuimos a ver Annie Hall ¡y la entendió! Fue un oasis en medio de toda la locura». Se casaron en 1978 en la casa que acababan de comprar en Malibú. Tuvieron a su primer hijo, Nathan, en Londres –vivieron allí durante los rodajes de Star Wars– y desde entonces han vivido felices en California, hasta que el pasado enero el incendio de Palisades, la loma que domina Los Ángeles, arrasó el valle. Su casa sobrevivió, pero toda la zona sigue inhabitable. Hamill no sabe cuánto tiempo pasará antes de que puedan regresar.
Evito mencionar a Trump hasta el final de nuestra conversación. Y, como era de esperar, mi tardía petición se convierte en un extenso monólogo. «El matonismo, la incompetencia… La única manera en que puedo lidiar con todo eso sin volverme loco y querer abrirme las venas en una bañera es verlo como una extensa y enredada novela política. En cierto modo es entretenido porque esto podría ser realmente el final. Nuestro estatus en el mundo ha quedado paralizado, y eso tendrá repercusiones durante décadas». Hamill sigue exasperándose y luego intenta animarse a sí mismo. «Todavía creo que hay más personas honestas y decentes que gente de MAGA. Si no lo creyera, me mudaría de nuevo a Inglaterra».
Cuenta que, cuando Trump fue reelegido, le dio a su esposa una opción: Londres o Irlanda. «Ella, que es muy lista, no respondió de inmediato, pero una semana después me dijo: 'Me sorprende que permitas que él te obligue a salir de tu propio país'. 'Ese hijo de puta' –pensé–. 'Pues ahora no me voy'».
Yo río y él ríe. Luego le pido que me firme una figura de Luke Skywalker. Es para mi hijo menor, miento, y él asiente.