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Animales de compañía

Síndrome de Forrest Gump

Juan Manuel de Prada

Viernes, 05 de Septiembre 2025, 10:00h

Tiempo de lectura: 3 min

Así bauticé en mi biografía El derecho a soñar, en alusión al célebre personaje cinematográfico, una forma especialmente triste de mitomanía, ese trastorno psicológico que impulsa a algunas personas a urdir historias fantasiosas sobre su propia vida, sin intención de obtener beneficio material, sino más bien darse pote y reclamar la atención de quienes no se la prestan. A la protagonista de mi biografía, la escritora Ana María Martínez Sagi, nadie le prestaba atención durante los negros años del exilio (ni tampoco a su vuelta a España), así que solía incorporar a su biografía, para impresionar al oyente crédulo, relaciones de amistad con personajes célebres (Antonio Machado o Federico García Lorca, por ejemplo) a quienes tal vez ni siquiera llegó a conocer o sólo conoció someramente, en un afán patético por parasitar unas migajas de su fama.

Ulmer se percibe como un cineasta maldito y desacreditado al que nadie se toma en serio

Tal vez Ana María Martínez Sagi, que estaría harta de recibir desatenciones y desdenes, hubiese descubierto que bastaba introducir en los relatos de su vida la aparición estelar de alguno de estos personajones para conseguir que quienes hasta ese momento no la habían ni siquiera atendido se quedasen prendados de sus palabras. A simple vista, podríamos concluir que este síndrome de Forrest Gump es un recurso propio de farsantes, como falsificar el currículum; pero en esta penosa necesidad de darse pote invocando relaciones ilustres descubrimos sobre todo la extenuada desilusión de quien se considera un fracasado y, considerando fútil todo lo que ha hecho, necesita reemplazarlo fantasiosamente por lo que no ha hecho, vampirizando hechos y famas ajenas. Así, desde luego, le ocurría a Martínez Sagi; y le ocurría también, según acabo de descubrir, al cineasta Edgar G. Ulmer, el gran maestro de la 'serie B', autor de obras maestras de bajísimo presupuesto como la inolvidable Detour.

En una entrevista que le hace Peter Bogdanovich en torno a 1970, incluida después en su libro ¿Quién diablos la hizo? Conversaciones con directores legendarios, un amargado Ulmer se refiere a sus trabajos juveniles en Alemania, donde se arroga el mérito de haber participado muy activamente en los principales hitos del cine expresionista. Ulmer afirma que diseñó decorados de El gabinete del doctor Caligari El Golem, películas filmadas cuando Ulmer apenas contaba quince o dieciséis años; también asegura que trabajó con Fritz Lang (a quien describe agriamente como «un sádico de la peor especie imaginable») en películas míticas como Los nibelungos o Metrópolis, insinuando que podría haber actuado como un director de segunda unidad sin acreditar; y, en volandas de su síndrome de Forrest Gump, asegura que durante el rodaje de El último, la película de Murnau, habría trabajado como ayudante de dirección, llegando a inventar la 'unchained camera', o sea, la cámara montada sobre un objeto en movimiento –un ascensor, un cochecito, un columpio, etcétera– que se desplaza hacia adelante o hacia atrás, hacia arriba o hacia abajo, recorriendo la escena. Pero lo cierto es que este tipo de movimientos –que luego, más desarrollados técnicamente y con la cámara montada sobre raíles, se denominarán travelling– se llevaban empleando en el cine al menos desde diez años antes, aunque no fuese de manera tan virtuosa como en El último.

Por supuesto, las aportaciones de Ulmer en todas estas películas no se hallan acreditadas por una sencilla razón: son todas ellas participaciones fantasiosas que se inventa para ligar su nombre al de cineastas consagrados como Lang o Murnau, del mismo modo que Martínez Sagi se inventaba una amistad estrecha con Lorca o Machado. Cuando conversa con Bogdanovich, Ulmer había rodado películas notables como The Back Cat (1933), Bluebeard (1944), The Strange Woman (1946), Ruthless (1948) o la mencionada y grandiosa Detour (1944), casi todas ellas rodadas con presupuestos ínfimos que engrandecen todavía más su genialidad. Pero Ulmer siente que nadie valora su trabajo, se percibe como un cineasta desacreditado y maldito al que nadie se toma en serio; y necesita arrimarse a otros nombres más brillantes o retumbantes que el suyo, con la esperanza de poder así arañar unas migajas de su fama. Este triste espectáculo del artista genial que no confía en su genialidad (porque nadie se la ha refrendado) y se vuelve arrimadizo de otras genialidades consagradas nos enseña mucho sobre la frágil condición del genio artístico, sobre sus inseguridades y desfallecimientos, sobre su ansia enfermiza de reconocimiento, sobre su desvalida y escarmentada vanidad. Nos enseña mucho, en fin, sobre la débil condición humana. 

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