Viernes, 26 de Septiembre 2025, 10:46h
Tiempo de lectura: 4 min
Me gustaría romper una lanza a favor de María Pombo. No la conozco, y me interesa poco como reina de las influencers, pero me parece absurdo el linchamiento al que la han sometido por decir una obviedad: que leer no hace a nadie mejor persona. Y tiene toda la razón. Es más, hay personajes despreciables, empezando por Hitler, que han sido o son lectores empedernidos. Eso por no mencionar a la pléyade de escritores que deben de estar rostizándose en el infierno, si es que existe. Desde el sublime y lírico Pablo Neruda, que se desentendió de su hijita Marina, enferma de hidrocefalia, a la que llamaba «la monstrua», al ejemplo más mentado en estos casos, el de Louis-Ferdinand Céline, pronazi y colaboracionista sin sonrojo.
Leer no hace a nadie mejor persona. Y en esto tiene toda la razón María Pombo
Otro ejemplo curioso es la reflexión de William Faulkner sobre la creación. «Un novelista –afirmaba él– debe estar dispuesto a mentir, falsear e incluso a vender a su madre con tal de crear su obra», y luego añadía: «Oda a una urna griega, de Keats, bien merece unas cuantas viejitas mancilladas». Así que no. Ni leer ni escribir hacen a nadie mejor persona. Las ventajas de la lectura van por otro lado. Estoy segura de que María Pombo, que por lo que veo en las redes tiene hijos pequeños, deseará dotarlos de las mejores herramientas para que les vaya bien en la vida. Una dieta adecuada, una educación en los valores que ella y su marido consideren oportunos, unos conocimientos formales, una seguridad en sí mismos. Y supongo que sabrá también que educarse no consiste solo en aprender la tabla de multiplicar y/o el nombre de las obras más famosas de Lope de Vega y Cervantes. La educación, tanto en la escuela como en casa, no pasa por atiborrar a los niños de datos que, por lo general, se olvidan. Consiste en enseñarles a pensar, a discernir, a fomentar una curiosidad intelectual que consiga que, más adelante, cuando estén formados, puedan tener un criterio propio. Y eso es precisamente lo que se aprende en los libros. No una serie de conceptos que el lector memoriza como un loro, sino la capacidad para que sea él o ella quien saque sus propias conclusiones y pueda elegir en libertad sin dejarse manipular. Por eso, y por ejemplo, embarcarse con Jim Hawkins en la búsqueda de La isla del tesoro no solo es divertido y emocionante. En paralelo al placer que proporciona la aventura, aprende uno cómo enfrentarse a la adversidad, cómo hacer frente a una traición, a una mentira, a un engaño, también a gestionar el éxito y similares cantos de sirena. Porque leer es el mejor banco de pruebas para foguearse en circunstancias con las que uno se encontrará en la vida. Es, además, una suerte de vacuna que inmuniza frente a amenazas futuras, porque un lector que ha vivido vicariamente a través de la literatura la injusticia, el desamor o el desamparo está mucho más preparado para enfrentarse a ellos. Por eso se dice que leer es vivir mil vidas. Porque, mientras uno disfruta metiéndose en la piel de un pirata, un emperador, un asesino o lo que sea, aprende lo que es la vida sin darse cuenta y de la manera más amena que existe. Hay quien piensa que esta misma función iniciática la cumplen el cine o la televisión, pero no es cierto. La diferencia está en que ver una peli es un acto pasivo. Se sienta uno delante de la pantalla y se lo dan todo hecho. El ambiente, el entorno, la cara de los personajes, incluso el timbre de sus voces. Leer, en cambio, es un acto creativo. Es el lector quien da vida a los personajes y todo lo demás que acabo de mencionar. Esa es la razón por la que cuando va uno a ver una película basada en un libro que ha leído casi siempre le resulta una desilusión, porque nada está a la altura de la propia imaginación. Y lo mismo ocurre con el resto de los avatares que retrata un libro. Porque el lector se convierte en Dios cuando lee y discierne entre lo que está bien y lo que está mal. También elige, premia y condena. Incluso aunque lo que lea sea una historia tan injusta como la que retrata Los miserables, de Victor Hugo. Incluso si los protagonistas de su libro son tan deleznables como el asesino y maltratador de Otelo o el pederasta protagonista de Lolita. Por eso Oscar Wilde decía que no hay libros morales o inmorales, sino libros bien o mal escritos. Porque de que el lector distinga y haga suyos roles positivos y rechace los que no lo son no se ocupa él, sino la prodigiosa alquimia de la letra escrita, esa que hace que, lejos de adoctrinamientos, adquiera una libertad y un criterio propios.
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