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Animales de compañía

Animalismo

Juan Manuel de Prada

Viernes, 13 de Junio 2025, 10:31h

Tiempo de lectura: 3 min

Hace algunas semanas, en un concierto celebrado en la ciudad de Cali (donde han sido prohibidas las corridas de toros), el cantante Andrés Calamaro fue abucheado por parte de su público cuando simuló con una chaqueta un pase de muleta. Y, en lugar de arredrarse, dedicó la canción que entonces se disponía a entonar «a todos los toreros, ganaderos, banderilleros y aficionados que se quedan sin trabajo», recordando a los zoquetes que le abucheaban que ellos eran los causantes de la desgracia de esas personas, «porque votaron por dejarlos a la calle».

Bajo su disfraz de refinamiento civilizatorio, el animalismo esconde el fin de la civilización

Me conmovió este rasgo de gallardía del genial Calamaro, enfrentado a una parte de su público, que sin duda se creerá muy civilizado por autorizar con su voto la prohibición de las corridas de toros, condenando a muchas familias a una vida perra. Pero ya nos enseñaba Chesterton que, tras el ideal de tratar a los animales como si fuesen seres humanos, se esconde el secreto anhelo de tratar a los seres humanos como si fuesen animales. Y podía haber añadido que, en el empeño de tratar a los animales como si fuesen dioses, se esconde el propósito de rendirles sacrificios humanos, que es exactamente lo que hacen esos animalistas que, prohibiendo las corridas de toros, dejan sin trabajo a mucha gente. El animalismo, bajo su disfraz de refinamiento civilizatorio, esconde el fin de la civilización. Es la vuelta al panteón egipcio, poblado de dioses oscuros a los que no se puede rezar, sino tan sólo apaciguar con sacrificios humanos. Lo intuía Joseph Roth en La cripta de los capuchinos: «Los hombres que aman demasiado a los animales emplean en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres humanos; y me di cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé casualmente que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los pastores alemanes. '¡Pobres ovejas!', me dije».

En todos los crepúsculos civilizatorios se impone el animalismo. Ocurrió, como decíamos, en el tenebroso Egipto de los faraones, que adoraba a los perros, a los cocodrilos y a los chacales; ocurrió en la Roma declinante, cuando surgen emperadores tarados que exigen tratamiento de dioses para sus caballos; y ocurrió con los gnósticos y los maniqueos. La civilización, en cierto modo, se opone (o, más exactamente, no sucumbe) a la naturaleza; la barbarie siempre se rinde ante la naturaleza, siempre acude a la llamada de la selva, donde anhela encontrar abrigo a sus miedos, al estilo de los antiguos paganos. El animalismo proyecta sus angustias sobre los animales, preñándolos de dolor; en cierto modo, es una versión extrema de la figura retórica que Ruskin denominaba «falacia patética», que atribuye emociones, intenciones o características humanas a fenómenos naturales, como si estos tuvieran conciencia o sentimientos. Y esta «falacia patética» del animalismo acaba volviéndose desaforadamente misántropa o antropofóbica; porque cree que ese dolor que los animales sufren es siempre por culpa del hombre, que se arroga un puesto de superioridad que no le corresponde. Lo más característico de los crepúsculos civilizatorios es lo que hoy llamaríamos 'antiespecismo', la confusión entre los hombres y los animales; una confusión que, por supuesto, no se expresa como pura barbarie, sino como una suerte de 'refinamiento civilizatorio' o mesianismo milenarista que pretende extirpar el dolor (también el animal) de la faz de la tierra. Por supuesto, tal quimera nunca llega a realizarse; pero, entretanto, sus apóstoles se dedican a infligir dolor a quienes se atreven a cuestionarla.

Para el animalista una corrida de toros es una carnicería espantosa, los toreros unos matarifes y los aficionados unas bestias sedientas de sangre. Pero lo cierto es que el torero no disfruta matando al toro, sino citándolo y evitándolo; y los aficionados no participan en una carnicería, sino en una suerte de auto sacramental o catequesis de las realidades más dolorosas y gloriosas de la vida. Escribía Foxá que los toros son «el espectáculo de un pueblo religioso acostumbrado por su sangre a pasearse tranquilamente entre el más acá y el Más Allá». Este pasearse tranquilamente entre el más acá y el Más Allá es, en el fondo, lo que el animalismo aborrece; porque en su afán por extirpar el dolor hay un fondo de miedo a la muerte. La cobardía humana ha envuelto siempre sus razones más íntimas e inconfesables con enredaderas retóricas y perifollos espiritualistas que a veces se terminan convirtiendo en ideologías y doctrinas campanudas; pero uno se pone a rascar su cáscara de pomposidades y siempre termina encontrando un castañeteo de dientes.