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Patente de corso

Cuando los jefes nos tenían miedo

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 13 de Junio 2025, 10:27h

Tiempo de lectura: 3 min

Veo la tele, recordando los tiempos en los que trabajaba en ella como reportero dicharachero de Barrio Sésamo; y en ese momento telefonea mi viejo compadre Antonio San José, que fue jefe de nacional en los telediarios de TVE y luego director de Informativos de RNE a finales de los años 80, cuando gobernaba Felipe González. Me llama Antonio para comentar, entre anécdotas y risas, el artículo sobre el nazi León Degrelle que hace un par de semanas publiqué en esta página. Y la conversación sobre nuestro común pasado nos lleva a comentar el presente: la forma de informar ahora, el periodismo que se hace; el bueno y digno, que sigue siendo mucho, y también el otro, manipulador, complaciente, sectario y chupapollas.

Nunca hubo inocencia en ninguna televisión ni en ningún periódico; pero al menos hubo un tiempo en que las cosas estaban claras

¿Te acuerdas de esto?, nos decimos Antonio y yo entre carcajadas telefónicas cómplices y nostálgicas. ¿Y de aquello?... Nunca hubo inocencia en los informativos de ninguna televisión ni en ningún periódico, concluimos; pero al menos hubo un tiempo, el nuestro, en que las cosas estaban claras. Los periodistas pringados en política, los que sin remilgos se comían la boca o se iban a la cama con uno u otro partido político, los oportunistas o los sectarios de tal o cual bando, eran gente determinada, específica, con nombres y apellidos, que servía una causa –y a veces la contraria, cuando alcanzaba el poder– con el fanatismo del creyente o la hipócrita fe del converso. Los demás periodistas, la mayoría, hacían –hacíamos– el trabajo con una solvencia profesional adecuada a su salario, como en todos los oficios del mundo. Y la prueba es que se podía cambiar de medio, pasar de uno de derechas a otro de izquierdas, o viceversa, y no ocurría nada. 

Ahora no es así. Se impone en las televisiones, los diarios y las redes sociales la figura del periodista militante, defensor de determinadas opciones políticas, capaz de sostenerlas incluso en el error manifiesto, contra razón, contra evidencia y contra natura con la contumacia de quien se juega en ello comer un poquito más caliente. No sólo en las tertulias televisivas, sino también en los informativos, aturde hoy la impúdica charlatanería a cargo de tiñalpas de ambos sexos que repiten a coro y en cadena, sin cuestionarlas nunca, las consignas que les transmiten, a ellos o a sus jefes, los políticos del prado donde pastan. Y sus voces, la estúpida arrogancia de quien para defender la idea en la que cree o por la que le pagan se sitúa por encima de todo, incluso de la verdad, ahoga y perturba la voz de quienes –pocos o muchos, por fortuna ahí están– son honrados y desempeñan su oficio con ecuanimidad y solvencia. 

A veces también nosotros manipulábamos, comenta Antonio y comento yo. Pues claro que sí, por supuesto. En tiempos de la tele de Calviño, gobernando el PSOE, hicimos pirulas en temas de información nacional –el vídeo de Fraga, lo de un alcalde gallego, desvelar las subvenciones a la prensa y algunas cosas más– cumpliendo órdenes, con la eficacia que nuestros jefes nos exigían. Pero lo hacíamos procurando no faltar a la verdad; y en casos extremos, planteándola con inteligencia y sin la menor implicación personal. Abordándolo todo como travesura del oficio y a veces entre carcajadas, con el cinismo profesional de quien cobra por hacer un buen trabajo. Cuando la cosa parecía excesiva nos negábamos a firmar y nos lo permitían, porque nuestro nombre era nuestro patrimonio. Éramos mercenarios honrados, no lamebotas de antedespacho y reservado en restaurante, y los jefes nos compraban el talento, no el alma. Nuestra eficacia nos hacía útiles, pero nuestras actitudes nos hacían respetables; y eso obligaba a los que mandaban a ser tolerantes con nuestra indisciplina, nuestras disidencias, nuestras jugarretas y nuestras líneas rojas. Nos permitían libertad y dignidad a cambio de eficacia. Como le dijo una jefa de informativos al director de TVE: «Cada vez que veo a Antonio San José, Miguel Ángel Sacaluga y Pérez-Reverte riéndose juntos en un rincón, pienso en lo que pueden estar maquinando y me dan miedo».

Y, bueno. Desconozco mejor elogio profesional que ése. Porque supongo que tal es la cuestión: dar miedo a quien te emplea o ser despreciado por él. Pocos son los periodistas que hoy dan miedo a quien les paga, y se nota demasiado. Abunda, cada vez más radical y vociferante para justificar el salario, el número de los que de uno y otro signo se envuelven en siglas y banderas, haciendo continuos méritos para comer caliente: los sicarios paniaguados y sectarios que van y vienen del periodismo a la política, o de ella al periodismo, sin tan siquiera ducharse.