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Noches de verano

RELATOS DEL PONIENTE ·

«Los niños jugábamos al escondite o al pilla-pilla, en la calle, en los corralones o en la plaza de Santa Isabel. En ese espacio solitario eran pocos los vecinos y no molestabas a nadie».

por víctor ayllón

Huétor Tájar

Miércoles, 31 de julio 2019

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La memoria es caprichosa, envolvente. Viene y va a su manera, cuando menos te lo esperas. La memoria es el cofre donde se guardan los secretos. Pronto llegará el verano. A veces ocurre que quisieras extender tu mano y tentar el pasado, encender una luz y ver los rostros y los paisajes y los olores de antaño. ¿Quién no desea atrapar por un instante los veranos de su infancia?

Al pueblo llegaba el estío a mediados de mayo, con las fiestas de San Isidro. Caía una tormenta y cuando el sol regresaba ya venía para quedarse, hasta septiembre, o incluso hasta octubre algún año. El sol se derramaba por las laderas de los cerros y se alojaba intransigente en los hogares, en las calles y en las plazas. La gente buscaba la sombra de las choperas, el agua de las fuentes y el frescor de las noches interminables. Noches frescas y olorosas que traían sonidos distantes de teles y de radios, de charlas callejeras y de niños correteando.

Los hombres aprovechaban la noche para regar los campos o para meter la paja, embolsada en sábanas blancas, en las cámaras altas de las casas. Otros se iban de chatos con la conca, al bar Parada o a La Torre o al Cine o a Las Vegas. Se sentaban en las terrazas y esperaban la madrugada entre risas y cigarros.

Los jornaleros, mientras tanto, «hacían la plaza». Se arremolinaban en la plaza de la Farola esperando que los labradores se acercaran a ofrecerles trabajo. Entre el bullicio pululaban vendedores de cacahuetes y de avellanas, a peseta el puñado. Si les salía jornal paraban en el bar de Manolo Ayllón o en el de Paco Salas, uno frente a otro, en la calle del Santo. La penúltima la tomaban en el Almejero, ya cerca de casa.

Los niños jugábamos al escondite o al pilla-pilla, en la calle, en los corralones o en la plaza de Santa Isabel. En ese espacio solitario eran pocos los vecinos y no molestabas a nadie. De vez en cuando nos atrevíamos a cruzar el puente, a espantar los gorriones que dormían en los cañaverales del camino de Venta Nueva. Las mujeres sacaban a la puerta las sillas de anea y las mecedoras y se contaban sus cosas, el último episodio de los seriales de moda, las desventuras de Lucecita o de Simplemente María. Y de los patios y de los huertos venían aromas frescos de jazmín y madreselva.

Las estrellas relucían de una forma especial. O quizá me lo parecía a mí. Como millones de hormiguitas incandescentes que iluminaban nuestros sueños. Había algo mágico en esas noches.

Pronto llegará el verano. Solo tienes que extender la mano y tentar el pasado.

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