Juan venía del cortijo el primer jueves de cada mes cogido de la mano de su madre. Ella, con un pañuelo a la cabeza y él con una papalina y unas enormes gafas de sol. Ya dentro de la tienda, Juan se desprendía de todo: de la mano de su madre, del sombrero y de las gafas de sol. María, que así se llamaba la madre, se acercaba al mostrador y pedía al tendero todo lo que necesitaba:
—Manuel, póngame un kilo de azúcar.
Y Juan repetía: «Un kilo de azúcar, un kilo de azúcar…»
—Juan, calla —le reprendía la madre.
Y Juan repetía: «Juan, calla; Juan, calla…»
La madre miraba a Manuel buscando su comprensión. El tendero sonreía y le daba un puñado de garbanzos tostados o una barra de regaliz. Los conocía de sobra. Sabía que vivían cerca de La Fábrica y que bajaban andando hasta Huétor para hacer la compra del mes. Cosas de antes.
—Una lata de melocotón en almíbar —pedía la madre.
Y Juan, de nuevo: «Una lata de melocotón en almíbar, una lata de melocotón en almíbar…»
—Juan, calla.
—Juan, calla; Juan, calla...
Y así se pasaba todo el rato, repitiendo como un loro todo lo que decía la madre.
Manuel metía los mandados en un saco de arpillera bien atado y Juan se lo echaba a la espalda como si fuera un paño de algodón. Porque el muchacho era alto y fuerte y no debía de pasar de los treinta, solo que tenía la piel y el cabello blancos como la nata y por eso no quería cuentas con el sol ni con nadie que le fuera extraño. Y porque además de nacer con esos ojos tan claros y esa piel tan blanca también hubo problemas en el parto y María desde niño lo llevaba a todas partes de la mano.
Llegó el primer jueves de mes y María y Juan no aparecieron por la tienda. El tendero se lo hizo saber a su mujer, preocupado:
—Qué extraño, ¿les habrá molestado algo? Espero que no hayan decidido cambiar de tienda.
Pasó otro mes y esta vez sí llegaron el jueves acostumbrado. Entraron a la tienda enlutados de arriba abajo. Juan no se quitó el sombrero ni las gafas ni se separó de su madre. Manuel preguntó y María echó una lágrima. Su marido, el padre de Juan, había fallecido después de una enfermedad larga. El tendero llamó a su mujer para comunicarle la desgracia y los dos le ofrecieron sus condolencias.
—Un bicho malo se lo ha comido por dentro —dijo María.
Manuel miró a Juan esperando lo de siempre, pero éste no dijo nada. María movió la cabeza y suspiró.
Cosas de antes.