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Artículo de Opinión

Cuento de Navidad

«No hará falta montar el belén. Los edictos de cualquier césar han puesto en marcha un imparable éxodo humano del que apenas nos llegan remotas oleadas que tratamos de sortear con disimulo.»

POR JOSÉ MARÍA CRUZ BARCO

Martes, 26 de diciembre 2017, 11:59

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Hubo un tiempo en el que fue imprescindible, compartiendo el tipismo de estas fechas con mantecados, zambombas y luces de colores. Hoy, casi extinguido como género literario, mantenemos el cuento de navidad como ritual de fiesta de invierno y transición al año nuevo. Cómo llamar, si no, al afán desproporcionado que se nos despierta en estas fechas por hacer y esperar regalos, llenar la despensa o la tripa y adornar todo con brillo de felicidad para ir en alegre cortejo a rendir adoración al nuevo ídolo de nuestros días, el consumo.

Viene de antiguo la idea de que ésta es una buena ocasión para renacer a algo nuevo y mejor, lo que pervive en casi feliz concurrencia de culturas, credos y países, aunque desde hace tiempo, tal vez desde la niñez, aceptemos con normalidad que nos equivocamos de fiesta. Por eso renovamos armario y nos revestimos de las mejores galas para asistir a cenas y comidas, obedientes al edicto de ser, por unos días, humanos compasivos, aunque no haya intención de cambiar las costumbres. Otra vez, un nudo de nostalgia nos hará repetir pesares recordando a quienes ya no están, acaso sin asumir las ocasiones en que pudimos quererlos más o hacérselo saber y olvidando, si fuera preciso, los pisotones que dimos de forma gratuita. Naturalmente, diremos a la menor ocasión que no nos gustan estas fiestas porque, en el fondo, nos ponen tristes.

"No hará falta montar el belén. Los edictos de cualquier césar han puesto en marcha un imparable éxodo humano del que apenas nos llegan remotas oleadas que tratamos de sortear con disimulo."

No hará falta montar el belén. Los edictos de cualquier césar han puesto en marcha un imparable éxodo humano del que apenas nos llegan remotas oleadas que tratamos de sortear con disimulo. No hay un niño, sino cientos, llamando a nuestras puertas con pocas previsiones de posada o pesebre para nacer. Lo harán de todas formas, sin mula y sin buey, aunque no encuentren más calor ni patria que unas lonas montadas por cualquier ONG, si tuvieron la suerte de no caer en manos de los soldados de Herodes, pues esta civilización tan piadosa y humanitaria ha contratado un servicio de filtrado y control. No se oirán cantos de ángeles en las alturas, porque el espacio aéreo está surcado por drones que vigilan cualquier movimiento de los refugiados con el riesgo accidental de que alguna vez se les escape una bomba. En caso de resplandor, que nadie piense en la estrella de los Reyes Magos, pues está con ellos repartiendo juguetes electrónicos a los niños de este lado en un confortable centro comercial.

Finalmente, se nos ha ido el «caganer» adonde en otros días fueron los tercios, pero no hay que temer su ausencia, pues tenemos abundante reserva de esta especie y, sálvese quien pueda –nunca mejor dicho– en este belén habrá muchos, aunque sólo debiera haber uno. En ellos están nuestros ojos y oídos, ocultos en la distancia, haciendo lo que su nombre indica y mirando a otro lado con la nariz tapada.

Bien. Debo acabar el relato. No puedo decir que haya salido bonito, ayuno del comodín de la lotería, que da mucho juego y hace consumistas a los que tengan dificultades para serlo. Adolece de falta de glamour y tiene un final hasta escatológico. Deberían prohibirse este tipo de cuentos, pero díganme que exagero y será un alivio. A pesar de todo, pasen unas fiestas felices y, si no es mucho pedir, háganlas felices para otros.

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